Mi trabajo en tecnología en una Administración Pública
Suelo firmar mis correos profesionales poniéndome como puesto de trabajo «IT Project Manager«. ¿Existe ese puesto como tal donde yo trabajo? No. ¿Soy un imbécil poniendo eso? Es probable, pero ese puesto describe, a grandes rasgos, lo que hago. De hecho en el mundo de la empresa privada (ese Mundo Real que está ahí afuera) es un término muy común. Y sí, suena cool, no te voy a engañar.
Una buena amiga, a pesar de conocernos hace unos años, aún me pregunta que a qué me dedico. Aunque he tratado de explicárselo más de una vez, debo usar un idioma klingon que no entiende, así que es hora de tratar de explicarlo un poco mejor. Vamos a ver si lo consigo.
Primero quiero advertir que esto que voy a contar es mi experiencia y, por supuesto, mi opinión, y puede diferir de la de otros compañeros y compañeras de mi misma categoría profesional en otras administraciones públicas.
Oficialmente, yo ocupo un puesto de trabajo denominado «Técnico Superior de Informática» (¿a que suena menos guay que IT Project Manager, hombre, dónde va a parar). Es un puesto de funcionario de Administración Especial, grupo A, subgrupo A1. Es decir, la escala más alta de funcionario. Pero dentro de esa escala, estoy en un puesto base, es decir, en el más bajo de los altos. Lo bueno es que a partir de aquí todo puede mejorar.
Pues bien, la descripción de mi puesto viene definida en un documento que se llama la Relación de Puestos de Trabajo (RPT). Es algo que se publicita poco y se cambia aún menos. La descripción de mi puesto, probablemente, fue hecha hace, tranquilamente, 20 años, y es esta:
«Asistencia directa en el mantenimiento y actualización de los equipos informáticos, redes y aplicaciones ofimáticas y corporativas. Coordinar, supervisar, dirigir y participar en las actuaciones encaminadas a velar por la mejora y correcto funcionamiento de los sistemas servidores corporativos y especializados del Cabildo de Gran Canaria y Ayuntamientos, de la red telemática y elementos necesarios para el acceso a la misma y del mantenimiento e instalación de equipos informáticos de aplicaciones corporativas y servidores. Diseño de la arquitectura, configuraciones y componentes de las diferentes redes. Coordinar, supervisar y dirigir las aplicaciones informáticas que se desarrollen ó adquieran a terceros, con el fin de obtener procesos que automaticen las tareas de una forma homogénea, tanto en la Corporación como en sus organismos autónomos y AALL con las de que colabore. Supervisar la gestión y administración de los datos corporativos y la ejecución y puesta en marcha de los procesos. Estudio, informe, asesoramiento y propuestas de carácter superior y la directa realización de actividades para las que capacita específicamente su titulo superior. Coordinación con las políticas y actuaciones que en materia de informática y comunicaciones emanen del Servicio responsable en el Cabildo. Demás tareas análogas que le encomiende el superior jerárquico dentro del ámbito de su competencia.»
Yo suelo resumir mi trabajo con una frase como «Me dedico a gestionar proyectos tecnológicos«. Esas seis palabras encierran una cantidad de tareas que poco o nada tienen que ver con lo que aprendí en la carrera. De hecho, gran parte de lo que aprendí en la Universidad ni siquiera existe hoy en día.
¿Y a qué me refiero con «proyecto tecnológico«? Pues a cualquier actuación donde intervenga algún elemento tecnológico, ya sea un software, un «cacharro», un servicio externo, una consultoría, una web, una app para el móvil o cualquier «otra cosa» que suene a «nueva tecnología» (ya dije por aquí que esta denominación no me gusta). Ese elemento tecnológico no tiene por qué ser el objeto principal, sino solo algo accesorio.
Vale, que eres el informático que hace de todo. No. Como diría el gran Antonio Recio, «soy mayorista, no limpio pescado«. Mi labor no es instalarte el Office, hacerte una página web así rapidita, arreglar tu puñetero fax o ayudarte a copiar unos archivos a una carpeta que dices que tenías en el escritorio pero ahora ya no la ves. Ya hablaremos otro día de la competencia tecnológica media de los funcionarios (¡ay, señor, llévame pronto!).
Mi labor (entre otras) es investigar, analizar, proponer, idear, plantear, definir, informar, contratar, planificar, controlar la ejecución, implantar y asegurar la continuidad de «algo tecnológico» que ayude en el «negocio» y haga la vida más sencilla, tanto a los propios empleados de mi organización, como a nuestros «clientes«, en este caso, la ciudadanía a la que prestamos servicios, incluyendo en ese saco a empresas, autónomos u otras administraciones públicas.
Además de la coordinación propia con otros compañeros y compañeras del departamento, me relaciono con otros usuarios de mi organización y con los proveedores que nos prestan servicios. Esto último es muy importante. En la Administración Púbica no tenemos todos los perfiles necesarios de un departamento de tecnología, así que gran parte del trabajo se contrata con empresas o profesionales independientes. De cómo se contrata hablaré en otro post.
Para poder realizar bien mi trabajo es importante que conozca mi organización y todos aquellos recursos tecnológicos de los que dispone (personas, sistemas, hardware, licencias, infraestructuras, etc.). No todos los proyectos que gestione tienen que implicar contratar «cosas nuevas«. De hecho, lo ideal siempre es ver si algo se puede solucionar con lo que ya tenemos. Si es así, los tiempos de implantación de la solución serán más cortos. En caso contrario, toca un camino más largo.
Mi función puede asemejarse a la de un director de orquesta (ahora traten de imaginarme con un pelucón blanco y lacio moviendo los brazos en el aire de forma acompasada y mirando al infinito… vale, igual me he venido un poco arriba, sobre todo con lo de imaginarme con pelo).
Cada proyecto tecnológico implica interpretar una obra musical en la que la orquesta puede ser «de la casa» o necesite contratar a todo o parte del elenco. Debo saber dónde voy a tocar y qué voy a tocar. El qué me lo dirán las necesidades de mi cliente, el dónde vendrá determinado por el qué (puedo hacerlo en un teatro cerca de casa que ya conozco o tener que irme a Berlín). Puede ser una orquesta de cámara o puede ser un gran orquesta con todos los instrumentos que te puedas imaginar. Yo no se tocar el violín, ni la viola, ni la trompeta, el oboe o el contrabajo. Mi labor es encontrar a los mejores intérpretes (dentro del presupuesto) y seleccionarlos de forma transparente y con criterios bien definidos (es importante conocer bien el mercado de la música). La pieza musical puede ser un preludio o toda una sinfonía. Tener un solista principal o un coro de 50 personas acompañando.
Como director, debo tener bien presente la partitura (plan de proyecto), los tiempos (planificación), los intérpretes (el equipo) y la ejecución. Cuándo debe entrar o salir cada uno, cuándo parar, cuando darle más o menos ritmo. El público que asiste a la función podría ser infantil, o personas extranjeras, o con alguna discapacidad. Puede estar presente en la sala el Presidente del Gobierno o ser un pase privado para cuatro amantes de la música clásica. Debo conocer todas esas circunstancias.
Como en cualquier espectáculo, la cosa puede ir bien o mal. El teatro puede tener goteras. El solista principal puede ponerse enfermo el día de la función. El trombón segundo puede equivocarse en una nota. Ese fagot ha entrado a destiempo. El público puede ser desconsiderado y dejar que suenen sus móviles en medio de la actuación. El Presidente que dijo que acudiría finalmente no vino. La acústica de la sala no era lo que se esperaba. Para todo eso, también debemos estar preparados.
Y aquí viene lo mejor. Lo raro es que nuestra labor sea dirigir esa pieza, que se ejecute, e irnos a casa. Lo normal es que esa pieza haya que tocarla de lunes a viernes durante los próximos 5-10 años (a veces más). Y no solo eso, es que además de esa pieza hay que tocar otras 100 más, muchas en el mismo horario (en salas distintas), con mayor o menor frecuencia. Unas de la época barroca, otras contemporáneas, otras con influencias de jazz o de bandas sonoras (hasta con Rosalía hemos tocado). Unas piezas dejan de tocarse un tiempo pero siempre surgen nuevas (¡a la gente le gusta la música!). Esto no para, se necesitan directores, pero también melómanos, gente con talento natural para la música o gente que, a base de estudio, han conseguido ser buenos intérpretes (ojo, que también hay tíos y tías que solo saben tocar el triángulo y ahí se han quedado). Se necesitan técnicos de luz y de sonido. Gente que venda la entradas o que acomode al público. ¿Quién dijo que tocar una pieza en un teatro es pan comido?
Pues ahora imagina todo eso, pero cambiando el tocar una pieza musical con: montar una web para un museo, implantar una aplicación que gestione expedientes de actividades clasificadas, implantar una solución de gestión documental corporativa, disponer de un aula virtual en la que dar cursos en Internet, plantear una infraestructura de servicios que actúe como middleware de todas las aplicaciones, contratar un servicio de consultoría legal del área tecnológica, adquirir e implantar un sistema completo de copias de seguridad, buscar una solución para la virtualización del puesto de trabajo, contratar un proveedor de servicio de comunicaciones para telefonía y datos, en definitiva, cualquier cosa que implique, en mayor o menor medida, el uso de algún elemento tecnológico.
¿A que si hubiese empleado todos esos «palabros» técnicos desde el principio hubieses desconectado?
Al igual que la música, la tecnología no es algo imprescindible en esta vida, pero poder disfrutar de ella (bien interpretada) hace que nuestra existencia sea más llevadera. Aquí, un humilde «director» de provincias tratando de visibilizar nuestra función.
Foto de Jeremy Bishop en Unsplash